martes, 24 de marzo de 2020

Corona

La corona ciñó
el aire de la urbe.
La calina abrazó los silencios
que hasta entonces
se creyeron peregrinos,
La ciudad tembló de frío
cuando la fiebre turbó
los andantes,
y la tos invadió el vagón repleto.
La salmuera toco la garganta
de los ríos humanos
y la primavera siguió
su andar entre sollozos.
Las distancias
tomaron medidas
la lejanía de cien centímetros
me dio seguridad.
La gente de blanco
tomo el respirador del mañana
y los ancianos de manos envueltas
no han cesado de despedirse
de la soledad
en jornadas perpetuas.
Un simple jabón
es el soporte
para aferrarme a la vida,
por primera vez noté
que en mis manos
tengo diez deditos
para dejarlos limpios
como un sol.
El viento me acompaña
en la carcelaria habitación
del retiro.
Rondan los anuncios
de “Quédate en casa”
y no te invadirá el espasmo
de las disneas angustiantes,
porque los más vividos
tenemos escasa oportunidad.
La calle es llanura sin sombras,
ellas se han escondido
tras el grito de las alarmas,
Mi sonrisa fue atrapada
por la tela de la esperanza,
mientras el llanto de las ausencias
cubre la redondez de la tierra
en ocasos de angustia.
Los muertos no tienen nombres,
ni rezos, ni plegarias, ni cirios,
no hay abrazos, ni funerarias,
los pésames se llevan en el alma.
Los equipos de altas esferas
buscan calmar la catástrofe
e igual que yo cubren sus rostros
con la máscara multicolor,
sus rostros contraídos
ven caer la bolsa al abismo,
por primera vez sus ojeras
se parecen a las mías.
El humilde, callado
se amarra la tira trajinada
tras sus orejas,
sigue lleno de atardeceres
sentado en el quicio
del espacio silente,
allí espera en aislamiento
el regreso de los besos
que se negaron a morir
en el ahogo
de la corona de espinas
que se alojo en el aire
de algún ser amado...

Mariela Lugo


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